Archivo por meses: mayo 2018

El viaje y el camino

 

 

La mayoría de las veces viajamos acompañadas de una, de dos o tres personas, o cinco o incluso de diez u once -vivímos todas las experiencias-, y a pesar de “algún que otro  contratiempo” y de escuchar a algunas amigas entusiasmadas contando sus viajes en solitario, prefiero viajar en compañía.

A medida que vamos creciendo, en edad y en experiencias, se afina la intuición y ya sabemos con quien no viajaremos nunca, pero nunca nunca, y con quien nos gustaría viajar. Amigos y amigas en las que intuimos curiosidades comunes por su forma de mirar, de entender y de estar, y sabemos, que en cualquier situación y lugar aunque pueda haber sorpresas, nos entenderemos.

Algunas personas en cuanto cambian de lugar y se ponen en modo viaje se transforman. Te las encuentras en el aeropuerto y te cuesta reconocerlas dentro de esa ropa inusual, de colores o de verde safari, dependiendo del destino. Y las sorpresas no hacen más que empezar: el calor, el frío del aire acondicionado, la comida, el hotel, la cama, la almohada, cualquier inconveniente se convierte en un problema.

Está claro que no supimos entender lo que cada una quería. Un error ante el que debemos intentar disfrutar del viaje, limitar los daños y quitar peso a las quejas para no perder la amistad. A la vuelta los situamos en el grupo de los de “nunca nunca”. Estos pensamientos me rondaban la cabeza cuando empezamos a hablar, Clara y yo, de la posibilidad de hacer juntas unas etapas del camino de Santiago. Un viaje que fue abriéndose paso poco a poco como idea romántica de caminantas, y cada día a la hora del café el “podríamos” se concretaba un poco más: “tres o cuatro etapas, un camino laico, sin compostela ni sellos, por el placer de caminar, a nuestro ritmo, sin presiones ni metas, sin albergues”, y de ahí pasamos al cálculo de las etapas, de los tiempos, del peso de la mochila y las reservas en hoteles y pequeñas casas rurales.

Solo quedaba algo por resolver. Como sería la convivencia de las dos durante 24 horas y varios días? Y las costumbres? Y las manías? Encajarían? Y si Clara quiere caminar en silencio y yo hablar? Y si ella quiere salir y yo quedarme a descansar? Nos apetecerá comer o cenar a la misma hora? Tomar una copa o acostarnos pronto?

Eran tantas preguntas que decidimos que lo mejor era intentar contestarlas antes de salir. Si habíamos dedicado un tiempo a comprar calcetines adecuados, camisetas de secado rápido, reservas y demás, como no íbamos a tomarnos un tiempo para poner en común nuestras expectativas ante el viaje, el ritmo al que nos gustaría caminar, las pausas, los silencios y los momentos de soledad, la libertad de decir realmente lo que te apetece, sin compromiso ni obligación.

La preparación previa del “como te quieres sentir”, es más importante del “como te vas a vestir” y pienso que en algunos viajes le había dedicado poco tiempo.

©Mabel Pérez Simal

 

El muro de las lágrimas

 

El valle del Jordán, El monte de los olivos, Belem, Nazareht, Jericó, Jerusalém, lugares con nombres de sonido bíblico e histórico, inolvidable para una parte importante de la humanidad y lugares simbólicos para varias culturas y religiones.

Esta es otra de las sensaciones que te invaden cuando estás allí observándolo todo: el peso de los nombres y los lugares y lo que representan. Siglos y siglos de historia soportados por muros que resisten el paso del tiempo.

Como el Muro de las lágrimas (o de las lamentaciones) al que se acercan a rezar hombres y mujeres, eso sí, separados por otro muro que divide en función del sexo de los creyentes. El único muro que queda en pie del templo de David.

Me acerco a tocarlo caminando entre las mujeres, y me sorprenden los cientos de papelitos entre las piedras. Pequeños mensajes de papel encajados en las rendijas o que cayeron al suelo movidos por el viento, en los que ellas escriben agradecimientos, ruegos, peticiones y dolores esperando que su dios escuchará.

Ellos hacen más ruido, rezan en voz alta mirando al muro, saltan y en ocasiones bailan, parecen representar una función.

Ellas en silencio lloran. Me impresionó caminar entre cientos de mujeres que lloraban bajito, con la frente pegada al muro y tapándose la cara con las manos, o con su libro sagrado, llorando y llorando.

Me cuesta entender desde mi mirada ajena a cualquier precepto religioso, ese llanto y ese aferrarse a unas escrituras que repiten y repiten, pero si percibo la emoción, el silencio y las lágrimas, comunes a miles y millones de mujeres en todo el mundo.

Las veo alejarse del muro caminando hacia atrás un rato mientras continúan con el ritual, sin darle la espalda, y me cuentan que se llama el muro de las lágrimas porque esas pequeñas plantas que nacen entre las grietas se mojan con el rocío de la noche, y cuando les da el sol cae en forma de lágrimas.

El muro que llora cada día con el sol es un lugar de culto y de visita obligada, un lugar en el que se revuelven todas las emociones, hermoso e impresionante, pero un lugar de tristeza y llanto.

©Mabel Pérez Simal