Jerusalém

«Casas y edificios hechos con piedra del color de la arena»

«Suelos de piedras gastadas, tan lisas que brillan»

Un tremendo atasco nos detiene a las puertas de la ciudad. El viaje del aeropuerto Ben Gurión a Jerusalém circula por modernas autopistas con tráfico intenso. A las 18,30 de la tarde llegamos al National Hotel, el lugar donde históricamente se reunía la OLP para organizar la defensa de su país, de su territorio arrebatado. Después de un viaje que se inició doce horas antes camino del aeropuerto en Madrid, ya estamos aquí.

Juan, amigo de Coruña y de vacaciones en Jerusalém me está esperando para guiarme por sus lugares favoritos. Un minuto para registrarme y salir corriendo llena de curiosidad por recorrer esta mítica ciudad.

Cansada de estar sentada, de aeropuertos, aviones y bus, es un placer caminar desde el hotel hasta la muralla que rodea el viejo Jerusalém y empezar a subir sus calles donde las tiendas, los bares, y la gente tienen en la cara la prisa de la recogida del final del día. Un paseo por una Medina de ciudad árabe con todo su encanto, interrumpido a cada paso por un puesto militar donde, rodeados de sacos y de armas los israelíes vigilan cada esquina.

Nos impresiona ver a un joven judío, con los tirabuzones y la camisa del traje tradicional, paseando con su novia -eso suponemos por las caras de timidez de los dos- y con un fusil automático colgado del hombro con total naturalidad. La presencia constante de israelíes, militares y civiles, armados, es la primera imagen del viaje.

Jerusalém, con sus calles llenas de pequeñas tiendas palestinas, pequeños cafés para descansar y tomar un té en medio del ir y venir de las gentes apuradas por sus estrechas y empinadas calles, y el contraste con la zona israelí y sus calles anchas y europeas, sus terrazas y su moderno tranvía, pero, en ambos lados ves a los cientos y cientos de personas que caminan, que van y vienen, que trabajan, pasean, se enamoran, toman un helado con sus hijos, o rezan a voces frente al muro de las lágrimas (lamentaciones) y se retiran a sus casas a cenar, y escuchan música en un local, y caminan rápido buscando la oportunidad de cobrar una deuda que les permita pagar la renta de su casa.

No puedo dejar de mirar a esa mujer palestina cansada después de todo el día de trabajo en una casa israelí, y que vuelve a su tierra, unas calles más abajo, para preparar la cena de sus hijas.

Una primera inmersión en la vida cotidiana de esta milenaria ciudad en la que sientes una normalidad y una tranquilidad extraña y vigilada en cada cruce de calles por los soldados, armados para proteger esa quietud, que no calma.

Una presencia continua de militares y policía que te hacen sentir dentro del mapa del conflicto.

©Mabel Pérez Simal

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