Queremos una vida, un futuro

Familia de Nafeh Hajhussin con su niña nacida el campamento hace 20 días. Vivian en Damasco, Siria, donde trabajaba en una empresa de carpinteria de aluminio y cristal. Se fueron empujados por la guerra. Sobre su casa cayyeron dos bombas. Quieren llegar a Holanda.

Familia Haj Hussin con su niña  de 20 días nacida el campamento.

Los primeros días de nuestro viaje a los campos de personas refugiadas en Grecia, en el pueblo de Polykastro muy cerca de Idomeni, coincidimos durante la cena con una madre y su hijo, de Barcelona, y nos contaban las razones por las que estaban allí y sus motivos para viajar a los campos, que -como confirmamos días después- es común en los cientos y cientos de personas voluntarias que cada día comparten la vergüenza de ser europeos con la decisión de  paliar el abandono y la crueldad de los países de nuestro entorno para con las personas, hombres, mujeres y pequeñas que están viviendo esta tragedia humanitaria. Comentaban que hoy, se acercaron a una familia siria en el campo de Eko, cargada de pequeños y a la que intuían una mayor vulnerabilidad, y les preguntaron que necesitaban con más urgencia. La respuesta les dejó muy conmovidos: “Gracias, no necesitamos nada, queremos una vida. Teníamos un supermercado en Siria y vivíamos bien, salimos de allí huyendo de la guerra y de los bombardeos y pensamos que tendríamos una oportunidad de refugio en Europa, para poder trabajar y tener una vida, de vivir en paz y con nuestro trabajo. Nunca pensamos que tendríamos que estar así, en estas condiciones. De haber sabido que nos convertiríamos en personas sin hogar y sin futuro nos hubiéramos quedado a morir en nuestro país”. “Gracias a las organizaciones y personas voluntarias pero ustedes no pueden solucionarlo”.

La desesperanza ante su futuro es una constante en todas las conversaciones con las personas refugiadas que huyeron de la guerra, del conflicto, de las bombas, de la inseguridad vital, de no saber quién te va a matar o quien tira la bomba que deshace tu casa y tu trabajo.  Las y los refugiados que llegan a las costas griegas desde Siria, Irak, Kurdistán, Afganistán, en su mayoría, son familias que tenían una vida organizada en sus países, un pequeño negocio, un trabajo en un banco, en una escuela de hostelería, en unos grandes almacenes o en una multinacional textil gallega.

Toman la decisión de marcharse cuando una bomba destruye su casa, cuando se cierra o se derrumba el lugar en el que trabajan, porque su familia está amenazada, porque no quieren luchar, porque otros los ven como enemigos, por los unos o por los otros, e inician el viaje. Cargados con los pequeños que apenas pueden caminar, con bebés y alguno por nacer, con las pocas pertenencias que pueden transportar caminando, y con el dinero que consiguieron juntar con la colaboración de toda la familia comienzan un viaje que dura como media dos meses.

Tienen que pagar a los traficantes para cruzar la frontera turca, 800, 1.000, 1.500 € por persona, un poco menos por los pequeños, andando, subiendo montañas y vadeando ríos, sin ninguna seguridad. La policía turca les dispara, les pega y los detiene, casi todas las familias estuvieron 10, 20 o 30 días en las cárceles turcas, en condiciones terribles y sin saber por cuanto tiempo, nadie les informa y un día alguien decide que se vayan.

Siguen su viaje hasta la costa turca y pagan de nuevo a los traficantes cantidades similares o más altas para conseguir un pasaje en una balsa abarrotada. Las personas que sobreviven –un número indeterminado de cadáveres quedan cada día en el Mediterráneo-  cuentan el miedo, el frío, las olas, la inseguridad y el terror vivido antes de llegar a las islas de Lesbos o Quíos, donde son atendidos por las personas voluntarias. Nos cuentan el enorme agradecimiento para todas ellas, que los rescatan del agua, que los salvan, que les traen mantas a la orilla en un verdadero recibimiento solidario, y es en ese momento cuando sienten que su vida ya no corre peligro.

El gobierno griego los traslada en barcos a Atenas y desde allí los reparten por los distintos campos que hay por toda Grecia, contamos 38 campos, pero seguramente serán más.

Inician el viaje de huida del horror convencidos de que los países de la Unión Europea, con su parte de responsabilidad en la tragedia humanitaria en que se convirtió la vida en su país,  los acogerán, y les darán una oportunidad para continuar trabajando y ocupándose de sus familias, como habían hecho siempre. No quieren caridad, no piden que se les mantenga, de hecho el contexto en el que viven en los campos, para muchos de ellos, es humillante, e intentan mantener la dignidad cuando van al almacén a buscar el calzado, la ropa o la comida para sus hijos.

Campos en los que viven alrededor de 60.000 personas en Grecia, y cientos de miles en Turquía, Jordania o Líbano. Campos informales instalados en cualquier lugar de uso público o privado, y campos gubernamentales ubicados en terrenos o edificios públicos  decididos por el gobierno. La tendencia de los militares y policía que gestionan los campos es ir trasladando a los campos oficiales a todas las personas que están en los asentamientos informales. Según la información publicada en DEIA estos días, se prevé el  desmantelamiento de EKO, BP y Hara, tres campos instalados cerca de Polykastro.

En estos tres campos trabajan varias organizaciones no gubernamentales, las grandes, las más pequeñas de origen local o autonómico, y los cientos de personas voluntarias independientes que deciden su viaje, por diversos motivos y con un elemento común: la indignación y la necesidad de mostrar su solidaridad, su comprensión y lo que con su trabajo y sus escasos recursos puedan aportar. Y entre todas y todos cuidan de la salud, de la comida, de la atención a los bebés, dan clases de inglés, y hacen reír a los niños un rato cada día. Las iniciativas de las distintas organizaciones se ponen en marcha y el ambiente de colaboración entre las personas voluntarias es fundamental para poder hacer mucho y estirar lo poco.

Los campos gubernamentales están gobernados y custodiados por el ejército que es quien toma las decisiones, como en el campo de Katsikas. La autoridad de su presencia constante a la entrada del campo no nos impide entrar y salir, ni a los voluntarios, ni tampoco a las mujeres que pasean al atardecer con los niños, o las familias que se acercan al pueblo para salir un rato de ese espacio árido de color blanco, piedras blancas en el suelo y tiendas blancas. Cuando el sol está en lo más alto son pocas las personas que caminan por esa explanada sin una sombra.

Impresiona mucho al llegar la cantidad de niños y niñas en los campos, se calcula que entre el 40 y el 50% del total de las personas refugiadas. En el campo de Katsikas, de casi 1.000 personas, las voluntarias hicieron un censo de 95 bebés de menos de 2 años, y son cientos los pequeños de todas las edades que corretean, juegan y saltan. Sus sonrisas y su actitud abierta y espontánea son un espacio de relax que se agradece en medio de la tristeza.

El ejército toma las decisiones en el campo. Decide cerrar la cocina y les obliga a comer el catering que reparten ellos, insuficiente e inadecuado, porque dicen que la cocina no cumple las normas de seguridad. Acaso las personas viviendo en tiendas de campaña, con wáteres químicos, y pocas duchas, en medio de la nada y durante meses, cumplen alguna norma sanitaria? Y los miles y miles de familias durmiendo en colchonetas, sin suelo, con cientos de moscas, con mayores y pequeños con distintas enfermedades, cardíacas, cáncer de hígado, enfermedades infantiles raras, conjuntivitis, heridas, las que traen algunos de metralla y las que se hicieron durante el viaje, cumplen con los elementales derechos humanos?

Los y las voluntarias estuvieron durante días limpiando a fondo la cocina, las neveras, los fogones, ordenando las estanterías, preparando desagües,  intentando que se pueda volver a abrir, es imprescindible para garantizar una alimentación básica.

Y esta es la actitud. Obligan a desmontar lo que con tanto esfuerzo instalaron la víspera los bomberos de Aire, y el médico militar no se relaciona con otros servicios médicos instalados en el campo, Médicos sin Fronteras y Médicos del Mundo, ni con alguna voluntaria médica experta y solidaria, que con un enorme esfuerzo personal intenta paliar tanta necesidad.

Hace unos días se murió una mujer de un infarto. Muchos en el campo, mayores y pequeñas, tienen problemas cardíacos por la situación vivida, el viaje infernal, el miedo, la angustia, las malas condiciones de vida, la falta de control de enfermedades y su atención, y la necesidad de que en el campo pueda haber un desfibrilador, ya demandado, son determinantes. El gobierno griego proporcionó un sitio para enterrarla y entre las personas voluntarias pagaron el entierro.

No pueden seguir ahí, es intolerable, no se puede vivir durante meses en estas condiciones, custodiados, sin que nadie tramite sus papeles, sin una salida para cada una de las familias. Hay algunas que tienen familiares en Alemania, en Holanda, en otros países y quieren irse a vivir con ellas, imprescindible que se puedan agrupar las familias de los que salieron antes de Siria y los esperan. Otros no tienen familia en Europa y les daría igual ir a uno u otro país, pero quieren irse para poder empezar a vivir, a olvidar el horror de la guerra y del viaje y poder empezar a trabajar y mantenerse.

Muchas de las personas con las que hablamos quieren volver a su país, quieren volver a Damasco, a Alepo o a Palmira, a vivir y trabajar en Siria, quieren recuperar sus casas y sus familias, sus vecinos, sus parques y sus vidas. Este es su sueño. Su sueño es su casa y su país. Un hombre mayor que tenía un buen trabajo en Siria y una buena casa, dice llorando:

“Un día me desperté y todos mis sueños desaparecieron”

Un grupo de niños y niñas bailaban jaleados por sus mayores, nos sumamos a su fiesta sin conocer el motivo de la alegría, bailamos y compartimos con ellos y nos contaron que en su pueblo habían derrotado al Daes, un gran motivo de alegría y la posibilidad real de volver a su casa. Algunos ya están preparando su viaje de vuelta, la incertidumbre y la actitud de una Europa autista y endurecida los empuja.

La Europa que vivió la segunda guerra mundial, que vivió la destrucción de las ciudades y de las vidas de su ciudadanía, en Francia, en Holanda, en Polonia o Alemania, que vivió la marcha de miles y miles de personas a otros continentes huyendo de la guerra. La Europa que luego se reconstruyó y pudo vivir en paz, es la que niega los papeles, el asilo humanitario a miles de familias que también huyen de esa misma destrucción.

La destrucción que provocan las bombas que caen sobre Siria. Fue una bomba francesa la que destruyó la casa y el trabajo de Ahmed? y la que impactó en la escuela de Sma?, era una bomba rusa o israelí la que destruyó todas las esperanzas y alegrías de las familias, o como dicen: “El cuchillo americano lo pone Daes en nuestro cuello”.

Y cuando huyen del horror que provocan estas bombas, les cerramos las fronteras, les negamos los papeles y la UE firma un acuerdo económico con Turquía para que frene, de la forma que sea, incluso a tiros y con malos tratos, la entrada de las personas refugiadas en territorio europeo, sin garantías humanitarias básicas.

Como dice Ignacio Escolar en eldiario.es: “En ese acuerdo indecente firmado con Turquía no solo subcontratamos el trabajo sucio a cambio de 6.000 millones de euros. También pagamos con nuestra decencia como sociedad, comprando al Gobierno de un país al que consideramos no lo demasiado respetuoso con los derechos humanos como para formar parte de nuestra Europa, pero sí lo suficiente como para que sea nuestro matón en la frontera”

Urgente, papeles y vías de tránsito a los distintos países de acogida. Vida para estas familias que quieren una vida y un trabajo y son capaces de mantener la dignidad, incluso en un campo de personas refugiadas.

Urgente la demanda de una autoridad global, la ONU actual no lo resuelve, que establezca unos parámetros humanitarios a la globalización, donde las personas tengan mayor relevancia que los capitales.

Urgente, urgente, urgente que las personas entendamos que nuestro futuro es común, que nuestros enemigos no son las personas inmigrantes, refugiadas, las víctimas de un modelo de ordenación mundial en el que priman los intereses de determinados países y corporaciones, y para los que el control de un oleoducto es más importante que los miles y miles de personas, víctimas que cada día mueren por su avaricia.

Esa avaricia, esa concentración de poder y de dinero es el enemigo común de todas las personas, en todos los países y en todas las circunstancias. Es importante no confundir al enemigo.

© Mabel Pérez Simal

 

 

 

 

 

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