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Lisboa y el Museo

Caballo Etrusco.

Caballo Etrusco. ©Xosé Abad

Vuelvo a Lisboa, de nuevo por motivo de trabajo y sola. La última vez no fue muy bien, quizás porque llovía y me sentí mojada, triste e insegura, pero tenía ganas de volver, siempre tengo ganas de volver a esta ciudad.

Tantas veces paseando por sus calles y sus barrios, subiendo sus cuestas y mirando desde el tranvía o el ascensor, -acompañada de un amor, amigas o familia-  y siempre me despido con la necesidad de ponerle fecha al regreso, para pasearla más y conocerla mejor.

Empezamos bien, hace sol y el avión, un bimotor pequeño, es mucho mejor que el anterior. Un viaje cómodo que antes de aterrizar nos regala la enorme visión de toda la costa Atlántica,  el río Tejo bajando cada vez más ancho para juntarse con ese mar que con la mezcla se suaviza. Y la ciudad, preciosa Lisboa en la desembocadura mojada por el agua dulce y salada, en el límite líquido y marcado por esos dos puentes que parecen conectarla con un más allá que apenas se distingue de tan lejano.

Pienso en una forma de primer reencuentro tranquilo y envolvente, y ese no está en la calle, no, a pesar del sol espléndido necesito algo de privacidad para incorporarme de nuevo a esta ciudad. Tengo la tarde libre y me voy a visitar el Museo Calouste Gulbenkian, para dedicarle y dedicarme tiempo.

La primera sala es pequeña pero intensa, pocas piezas llenas de ligereza y buen gusto nos presentan el antiguo Egipto, y las clásicas Grecia y Roma. No se si son las que pudo conseguir este extraordinario coleccionista o si están escogidas, porque lo parecen. Me admira el “Baixo relevo do Sacerdote Ameneminet”,  de la XVIII dinastía en 1.320 a.c.

El placer de recorrer la sala dedicada a Persia con sus impresionantes tapetes, ceramicas y alfombras nos traslada a aquellos tiempos de los cuentos y las riquezas y la sabiduría de una humanidad que hoy se empeña en destruirlo todo. Piezas de colores azúles y turquesas de una increíble exquisitez nos hablan de cultura, de arte y de civilización.

Le sigue Turquía y el Imperio Otomano que dan paso a la sala de Arte de Extremo Oriente. La china antigua de la Dinastía Yuan, las cajas lacadas japonesas del siglo XVIII y XIX. Cerámicas azules, amatista, ágata, malaquita, jade y onix en pequeñas joyas talladas en la Dinastía Quing. Me fijo en un biombo de Coromandel de China, del siglo XVII en madera, laca y papel, ejemplo perfecto del refinamiento y la estética oriental.

El museo nos lleva por la historia hasta encontrarnos con el arte europeo: Libros de Horas de Italia, Flandes, Inglaterra, Francia, todos de 1.400 y 1.500, Retablos con motivos religiosos y los grandes retratos al óleo del siglo XVII, de Rubens, Van Dyck, Rembrandt, Bugardini…. Pintores franceses del XVIII,  que comparten espacio y siglo con los muebles, tan dorados, y acompañados de exquisitas porcelanas.

La vista se relaja al encontrarse de frente con la figura blanca y perfecta de Diana, esculpida en mármol por Jean Antoine Houdon en 1.780. Una Diana cazadora hermosa, con actitud relajada y segura de sus flechas bien dispuestas.

La pintura inglesa del XVIII y XIX con el enorme naufragio de Turner y una pequeña sala con los retratos de Guardi a través de los que se recorren los canales y plazas de Venecia, dan paso a la bella y sonriente “Flora” de Carpeaux, hermosa figura femenina de mármol blanco,  que agachada y jugando a ponerse flores provoca una sonrisa.

Una vitrina de libros franceses, únicos, con ilustraciones y textos de Beaudelaire, Flaubert o George Sand, que muestran el ambiente literario y artístico parisino de finales del XIX. Auténticas joyas que apetece tocar y leer con reverencia y que comparten sala con los Impresionistas, Renoir, Monet, Manet, Millet, Boudin. Las rosas de Fantin, Latour, están al lado de los ángeles blancos de Rodin.

Para finalizar, en una pequeña sala se exponen las joyas modernistas de Rene Lalique, todo un lujo de delicadeza y arte en pequeñas piezas con motivos naturales, escarabajos, libélulas, hojas y plantas y flores hechas joya.

Este museo se merece un paseo tranquilo para disfrutar de su ambiente ecléctico y   cultivado. Un recorrido a través del arte que nos cuenta la historia de las civilizaciones, las diferencias y también lo común de un mundo que a lo largo de los siglos siempre persigue la belleza. Un museo que al tratarse de una colección privada traslada en todas sus piezas la alegría del coleccionista.

Todo un placer para el señor Calouste Gulbenkian.

Una colección presentada en un moderno y medido contenedor, donde las salas y los espacios están hecho a medida de la colección y de lo que quieren mostrar.

Antes de irme y para dedicar un rato a saborear las imágenes y sensaciones, me tomo un café y un pastel en la terraza de la cafetería del museo, en un jardín bordeado por un riachuelo en el que disfrutar de los últimos rayos de un sol otoñal con vocación de verano.

© Mabel Pérez Simal

OTRO VIAJE A LISBOA

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Salimos de A Coruña en una avioneta que parece un tubo con alas y que en cuanto alcanza el cielo se convierte en una batidora. La cabina está a la vista, no hay puerta y vamos en fila de a uno a cada lado de un estrecho pasillo, con los bolsos en el regazo y una pequeña caja de cartón que supongo es el picnic. No puedo quitar la vista del parabrisas que compartimos pasaje y tripulación y por el que no se ve nada, nada de nada.

A tientas llegamos a Lisboa. Es la primera vez que estoy en Lisboa sola y que llego en avión.Giramos sobre el océano Atlántico enfocando la costa de Caparica y la desembocadura del río Tejo. Intuyo la magnífica vista que tendría con sol, no es el caso, y sobrevolando la ciudad aterrizamos.

Aplausos

A una mujer portuguesa sentada detrás se le escapa un hondo suspiro: «Ayyyyyy nunca tanto medo pasei» La sonrisa que compartimos nos conecta con ese sentimiento común.

Bus desde el aeropuerto al centro y al pasar por la plaza del Rossío intuyo que el hotel está cerca, pero no me oigo y voy hasta Cais do Sodré. Vuelta atrás y para asegurarme le pregunto a una mujer joven y me dice que es inglesa, que no habla el portugués pero si un poco de español, y me explica que subiendo por aquella cuesta, al lado de la casa azul llegaré al Chiado.

Hasta el final de la cuesta, larga y empinada, me acompaña el sonido constante de la maleta en el suelo de mosaico de las aceras, y llego hasta el alto del Chiado y me dicen que si lo bajo por la cuesta do Carmo, llegaré al Rossío y de allí a la rúa dos Sapateiros, donde está el hotel.

Como llueve, y no tengo prisa, y ya llevo unas horas de emociones y subidas y bajadas, me siento a tomar un café en la pastelería Benard, al lado de la Brasileira y de Pessoa sentado bajo la lluvia tan tranquilo. Miro el escaparate de la Livraria Sa da Costa y me tomo un café con leche servido en dos jarritas, una para el café y otra para la leche, me da para dos tazas completas. Un café rico y fuerte que de golpe me sitúa en Lisboa. Voy a disfrutarla un rato y ya buscaré el hotel.

Salgo a pasear por el centro de Lisboa y recorro la Rúa da Liberdade. Es una gran avenida, con grandes hoteles, joyerías y tiendas caras ante las que aparcan enormes coches de cristales tintados y chóferes negros, que esperan en la puerta a que sus patrones compren. No es un gran espectáculo y no es muy agradable caminar con la lluvia que no cesa.

Me cruzo con algunos turistas, unos despistados y con sandalias y la mayoría mojados y desprovistos de la ropa necesaria para este día.

Varias personas se les acercan a pedir limosna, y me fijo en una mujer joven y bien vestida, con unas buenas botas y la cara envuelta en una bufanda. Está sentada con un vaso de plástico en la mano señalando a los que pasan, y cada poco le da la vuelta al vaso que se llena de agua. No tiene mucho éxito y nadie deja una moneda, pero ella sigue en el mismo sitio. Se está empapando.

Yo también, a pesar del paraguas. Me voy a secar un rato sentada en la pastelería Carmelita, en la rúa do Carmo, un local pequeño, tradicional y con un dueño muy amable que me recomienda “uma Azevia con doce de grano e um Oporto que lle vai a dar mais calor cun café”.

Bajo hasta la plaza do Comercio, solo por ver el río Tejo, y antes vuelvo a pasar por la esquina donde estaba la chica con el vaso de plástico, y ya no está. Pensaría que ante el escaso éxito de su súplica estaría mejor en otra parte.

Camino rápido por la rúa Aurea y llego o Comercio donde se cruzan y se entrecruzan buses y tranvías. Apenas la atraviesa nadie porque la lluvia no da tregua. Me acerco al borde del agua, para comprobar que solo se diferencia del cielo por su tono de gris más sucio. En una cuarta de arena se acumulan gaviotas y palomas y alguien espera el barco.

Subo por la rúa Augusta en donde algunos turistas se mezclan con los vendedores de paraguas, hoy es su día, y otros, los más atrevidos se sientan en terrazas cubiertas con sombrillas chorreantes, serán del norte.

Varias veces viajé a Lisboa, y para mí siempre tiene un punto de melancolía, pero hoy tan mojada y otoñal es sobre todo incómoda. Me voy al hotel a secarme un rato.

Salgo a cenar y no llueve, las calles están llenas de gente entrando y saliendo de los comercios, de los bares y de sus trabajos. Una ebullición que estaba esperando a que la lluvia descansara un rato.

La ventaja de viajar sola y pasear al anochecer es que se te despiertan todos los sentidos y el de la observación te señala a los ociosos. Transeúntes que recorren los lugares más turísticos esperando su oportunidad y pasean por la misma calle o plaza docenas de veces, sin salirse de su zona. Me recuerdan a las arañas que tejen su red y se quedan por allí esperando a que las incautas moscas se queden pegadas.

Los observo moverse muy atenta porque en este caso una mosca a cazar soy yo.

Alguno se acerca para invitarme a una cerveza, «na famosa cervejería Trinidad» «a millor do mundo», non gracias, insiste, non gracias, insiste, non gracias, insiste…..me pongo un poco seria y se retira.

Un par de días después, muy similares, me despido de Lisboa desayunando en un bar con decoración años 50 y música de blues, en inglés y francés. Un desayuno largo para disfrutar del local y recordar los momentos agridulces pasados estos días en esta ciudad. El redescubrimiento del Museo Gulbelkian, tan ecléctico y lleno de joyas, los paseos calle arriba y calle abajo, los viajes en metro y sus enormes y originales estaciones, los bares de todo tipo y color, las cuidadas vinotecas, la comida tradicional y la innovación con el mestizaje brasileño, las librerías y las pequeñas tiendas frente a las cadenas multinacionales que todo lo invaden y unifican, los pesados en todos los países y lugares ante una mujer sola, y la amabilidad entrañable del Portugal de siempre,  y la reivindicación frente a la derecha en una manifestación, en defensa de los servicios públicos, que remata ante el Parlamento con grandes discursos repletos de las grandes palabras de la izquierda.

En este viaje, supongo que por estar sola y con mal tiempo, descubrí que debe de haber docenas de Lisboas, y no a todas, pero si me gustaría que me presentaran a algunas.

©Mabel Pérez Simal

 

 

 

PEREGRINO

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Me quedo mirando a un hombre que camina con una chaqueta militar y una enorme mochila, parece mayor pero no podría calcular su edad. Me llama la atención su paso, sin prisa, con calma y solo por el borde de la carretera adoquinada que entra en Valença desde Tuy, la antigua, la que cruza el puente de hierro sobre el río Miño.

 A Raia, la que tantos y tantas cruzaron durante años de contrabando y estraperlo, en los que la frontera era un hervidero de mujeres con enormes fardos en la cabeza, o de discretos paseantes con pequeñas y valiosas mercancías.

 Hoy el puente está desierto, casi nadie lo cruza, ya no hay aduana y el de la autopista es más rápido. Un puente vacío pero lleno de recuerdos, de voces y carreras en tiempos de fascismo a uno y otro lado de la frontera.

 Me paro a tomar un café en ese bar que está en lo alto, justo después de pasar los antiguos edificios de la aduana portuguesa, la mayoría hoy vacíos, excepto una pequeña oficina de la red Eures que trata de informar a las personas que trabajan a ambos lados, transfronterizas.

En el bar, que tiene una original terraza con muebles hechos con palés, pido un café y me invade la sensación de estar en un lugar alejado de todo, de la actividad de las ciudades a ambos lados del río, en un espacio de transito que mantiene su pasado de frontera.

 Al momento llega el hombre de la mochila que caminaba por el borde adoquinado de la carretera, nos saludamos, y mientras se toma la cerveza compartimos el momento de descanso. En otra mesa se sienta una mujer con su viejo perro y empieza la mañana más fuerte pidiendo una copa y un café. Son las diez de la mañana de un día de sol radiante de invierno.

 La mujer portuguesa acaricia a su perro que se acerca a todos a buscar un mimo, y ella lo disculpa. Es tan mayor –dice- que intenta aprovechar todos los momentos que le quedan de calor.

 Sin intención pasamos de estar cada una en su mesa saboreando el café y los pensamientos, y nos convertirnos en un grupo que charla amablemente entre si. Se borran las fronteras y la distancia y empezamos a compartir saludos y presentaciones.

 Después de las primeras frases dedicadas al sol, la luz, y el buen día que tenemos por delante, la conversación se transforma y el ambiente se llena con la historia de vida de Antonio, el caminante, que saca de su mochila una carpeta llena de recortes de prensa plastificados y nos cuenta, mientras los enseña, lo que fue su vida en los últimos 7 años.

 Antonio y sus papeles amarillos hablan de su viaje por Jerusalén ,África y Europa desde que salió de su Cádiz natal, cuando decidió caminar sin fin después de sobrevivir a un naufragio en el mar de Noruega.

 Estaban en el barco pescando bacalao, cuando todos sus compañeros de vida y de trabajo murieron y él, único superviviente, pasó varias horas entre restos de maderas y cadáveres hasta que fue rescatado.

 Dos años de recuperación física y psíquica en un hospital, sin perspectivas de que pudiera volver a caminar, lo convirtieron en un caminante perpetuo.

 Su pensión le llega a duras penas para pagarse la comida y el alojamiento, y nos cuenta que esta noche no pudo dormir en el Albergue en Cerveira porque le faltaba 1€ para pagarlo.

 Y donde durmió? –pregunta la mujer portuguesa

 En un viejo lavadero.

 Como es posible? Como se puede ser tan insolidario? Donde está la humanidad? Se pregunta ella indignada, ella que con tanto amor cuida a su anciano perro.

 Un rato de charla y me despido para continuar el viaje. Camino hacia el coche pensando en todo lo que acabo de escuchar y vivir, y con la cabeza llena de emoción y sorpresa por haberme topado con una historia vital y tan intensa en un pequeño momento de café.

 Un regalo de vida en una mañana soleada y fría de enero y en un bar ligado a la Raia, ese espacio de frontera, de movimiento, de idas y venidas y de historias, esta es una más, la que me encontré ayer.

© Mabel Pérez Simal