PEREGRINO

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Me quedo mirando a un hombre que camina con una chaqueta militar y una enorme mochila, parece mayor pero no podría calcular su edad. Me llama la atención su paso, sin prisa, con calma y solo por el borde de la carretera adoquinada que entra en Valença desde Tuy, la antigua, la que cruza el puente de hierro sobre el río Miño.

 A Raia, la que tantos y tantas cruzaron durante años de contrabando y estraperlo, en los que la frontera era un hervidero de mujeres con enormes fardos en la cabeza, o de discretos paseantes con pequeñas y valiosas mercancías.

 Hoy el puente está desierto, casi nadie lo cruza, ya no hay aduana y el de la autopista es más rápido. Un puente vacío pero lleno de recuerdos, de voces y carreras en tiempos de fascismo a uno y otro lado de la frontera.

 Me paro a tomar un café en ese bar que está en lo alto, justo después de pasar los antiguos edificios de la aduana portuguesa, la mayoría hoy vacíos, excepto una pequeña oficina de la red Eures que trata de informar a las personas que trabajan a ambos lados, transfronterizas.

En el bar, que tiene una original terraza con muebles hechos con palés, pido un café y me invade la sensación de estar en un lugar alejado de todo, de la actividad de las ciudades a ambos lados del río, en un espacio de transito que mantiene su pasado de frontera.

 Al momento llega el hombre de la mochila que caminaba por el borde adoquinado de la carretera, nos saludamos, y mientras se toma la cerveza compartimos el momento de descanso. En otra mesa se sienta una mujer con su viejo perro y empieza la mañana más fuerte pidiendo una copa y un café. Son las diez de la mañana de un día de sol radiante de invierno.

 La mujer portuguesa acaricia a su perro que se acerca a todos a buscar un mimo, y ella lo disculpa. Es tan mayor –dice- que intenta aprovechar todos los momentos que le quedan de calor.

 Sin intención pasamos de estar cada una en su mesa saboreando el café y los pensamientos, y nos convertirnos en un grupo que charla amablemente entre si. Se borran las fronteras y la distancia y empezamos a compartir saludos y presentaciones.

 Después de las primeras frases dedicadas al sol, la luz, y el buen día que tenemos por delante, la conversación se transforma y el ambiente se llena con la historia de vida de Antonio, el caminante, que saca de su mochila una carpeta llena de recortes de prensa plastificados y nos cuenta, mientras los enseña, lo que fue su vida en los últimos 7 años.

 Antonio y sus papeles amarillos hablan de su viaje por Jerusalén ,África y Europa desde que salió de su Cádiz natal, cuando decidió caminar sin fin después de sobrevivir a un naufragio en el mar de Noruega.

 Estaban en el barco pescando bacalao, cuando todos sus compañeros de vida y de trabajo murieron y él, único superviviente, pasó varias horas entre restos de maderas y cadáveres hasta que fue rescatado.

 Dos años de recuperación física y psíquica en un hospital, sin perspectivas de que pudiera volver a caminar, lo convirtieron en un caminante perpetuo.

 Su pensión le llega a duras penas para pagarse la comida y el alojamiento, y nos cuenta que esta noche no pudo dormir en el Albergue en Cerveira porque le faltaba 1€ para pagarlo.

 Y donde durmió? –pregunta la mujer portuguesa

 En un viejo lavadero.

 Como es posible? Como se puede ser tan insolidario? Donde está la humanidad? Se pregunta ella indignada, ella que con tanto amor cuida a su anciano perro.

 Un rato de charla y me despido para continuar el viaje. Camino hacia el coche pensando en todo lo que acabo de escuchar y vivir, y con la cabeza llena de emoción y sorpresa por haberme topado con una historia vital y tan intensa en un pequeño momento de café.

 Un regalo de vida en una mañana soleada y fría de enero y en un bar ligado a la Raia, ese espacio de frontera, de movimiento, de idas y venidas y de historias, esta es una más, la que me encontré ayer.

© Mabel Pérez Simal

 

 

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